- Los presidentes Donald Trump y Vladimir Putin en la cumbre bilateral de Helsinki, el 16 de julio de 2018.
Las guerras mundiales no terminan simplemente con un vencedor y un vencido. Su final traza los contornos de un nuevo mundo.
La Primera Guerra Mundial concluyó con las derrotas del imperio alemán, del imperio ruso, del imperio austrohúngaro y del imperio otomano. El fin de las hostilidades se vio marcado por la creación de una organización internacional, la Sociedad de las Naciones (SDN), encargada de abolir la diplomacia secreta y de resolver los conflictos entre los Estados-miembros a través de la negociación.
La Segunda Guerra Mundial concluyó con la victoria de la Unión Soviética sobre el Reich nazi y el imperio nipón del hakkō ichi’u [1], seguida de una carrera entre los Aliados por ocupar los despojos de la coalición derrotada. De ese conflicto nació una nueva estructura –la Organización de las Naciones Unidas (ONU)– encargada de prevenir nuevas guerras mediante el establecimiento del Derecho Internacional alrededor de una doble legitimidad:
la Asamblea General, donde cada Estado dispone de un voto, independientemente de su tamaño;
y un directorio donde figuran los 5 principales vencedores del conflicto, o sea el Consejo de Seguridad.
La guerra fría no es la Tercera Guerra Mundial. Tampoco terminó con la derrota de la Unión Soviética sino con su derrumbe sobre sí misma. El fin de la guerra fría no dio paso a la creación de nuevas estructuras sino a la integración de los Estados ex soviéticos a organizaciones ya existentes.
La Tercera Guerra Mundial comenzó en Yugoslavia, continuó en Afganistán, Irak, Georgia, Libia y Yemen para terminar en Siria. Su campo de batalla se circunscribió a los Balcanes, el Cáucaso y lo que ahora se designa como el «Medio Oriente ampliado» o «Gran Medio Oriente». Sin desbordar demasiado hacia el mundo occidental, ha tenido sin embargo un gran costo en vidas para innumerables poblaciones musulmanas o cristianas ortodoxas. Y está concluyéndose desde que Putin y Trump realizaron su encuentro cumbre en Helsinki.
Las profundas transformaciones que han modificado el mundo durante los 26 últimos años han transferido parte del poder de los gobiernos a otras entidades, ya sea administrativas o privadas, así como a la inversa. Por ejemplo, hemos visto un ejército privado –el llamado Emirato Islámico (Daesh)– autoproclamarse Estado soberano. También hemos visto al general estadounidense David Petraeus organizar el mayor tráfico de armas de toda la Historia desde su cargo de director de la CIA y, luego de ser obligado a dimitir, lo hemos visto proseguir ese tráfico desde una firma privada, el fondo especulativo KKR [2].
La situación actual puede describirse como un enfrentamiento entre, de un lado, una clase dirigente transnacional y, por el otro lado, varios gobiernos responsables ante sus pueblos respectivos.
Las alegaciones de la propaganda atribuyen las causas de las guerras a circunstancias inmediatas pero esas causas se hallan, por el contrario, en rivalidades y ambiciones profundas y antiguas. Los países demoran años en levantarse unos contra otros. A menudo, sólo el tiempo nos permite comprender los conflictos que devoran nuestras vidas.
Por ejemplo, muy pocos lograron comprender lo que estaba sucediendo cuando los japoneses invadieron Manchuria –en 1938– y hubo que esperar a que Alemania invadiera Checoslovaquia –en 1938– para entender que las ideologías racistas estaban desatando la Segunda Guerra Mundial. Asimismo, también fueron pocos los que lograron entender, desde el momento de la guerra en Bosnia-Herzegovina –en 1992–, que la alianza entre la OTAN y el islam político abría el camino a la destrucción del mundo musulmán [3].
A pesar de los trabajos que han publicado periodistas e historiadores, son aún numerosos los que siguen sin ver la enorme manipulación de la que todos hemos sido víctimas. Quienes no ven eso se niegan a admitir que la OTAN coordinaba en aquella época todos los elementos sauditas e iraníes en Europa, a pesar de ser esto un hecho innegable [4].
También se niegan a reconocer que al-Qaeda, grupo terrorista al que Estados Unidos atribuye los atentados del 11 de septiembre de 2001, combatió en Libia y en Siria bajo las órdenes de la OTAN, lo cual es también innegable [5].
El plan inicial que preveía azuzar al mundo musulmán contra el mundo ortodoxo se transformó durante su aplicación. No hubo «guerra de civilizaciones». El Irán chiita se volvió en contra de la OTAN, bajo cuyas órdenes había luchado en Yugoslavia, y se alió con la Rusia ortodoxa para salvar la Siria multiconfesional.
Tenemos que abrir los ojos ante lo que la Historia nos enseña y prepararnos para el surgimiento de un nuevo sistema mundial, donde algunos de nuestros amigos de ayer se han convertido en enemigos y viceversa.
En Helsinki, no fue Estados Unidos quien concluyó un acuerdo con la Federación Rusa. Fue sólo la Casa Blanca porque el enemigo común es un grupo transnacional que goza de autoridad en Estados Unidos. Esa clase o grupo se considera el verdadero representante de Estados Unidos, aunque ese papel supuestamente pertenece al presidente, y no ha vacilado en acusar al presidente Trump de traición.
Ese grupo transnacional ha logrado hacernos creer que ya no hay ideologías y que estamos ante el fin de la Historia. Ha presentado la globalización –que en realidad es la dominación anglosajona mediante la imposición de la lengua y del modo de vida estadounidense– como una consecuencia del desarrollo de las técnicas del transporte y las comunicaciones. Nos ha asegurado que un sistema político único –la democracia, presentada como el «gobierno del Pueblo, por el Pueblo y para el Pueblo»– es lo ideal para todos los humanos y que es posible imponer ese sistema mediante el uso de la fuerza. Para terminar, ese grupo transnacional ha presentado la libre circulación de personas y capitales como la solución de todos los problemas de escasez de fuerza de trabajo y de inversiones.
Pero esas “verdades” que aceptamos en nuestra vida cotidiana no resisten al empuje de la reflexión.
Utilizando esas mentiras, ese grupo transnacional ha venido corroyendo sistemáticamente el poder de los Estados y acumulando enormes fortunas.
El bando que sale vencedor de esta larga guerra defiende, por el contrario, la idea de que para escoger su destino los hombres deben organizarse en Naciones definidas, ya sea a partir de un territorio, de una historia o de un proyecto común. Por consiguiente, ese bando apoya las economías nacionales contra la finanza internacional.
Acabamos de ver la Copa Mundial de Futbol. Si la ideología de la globalización hubiese triunfado, tendríamos que respaldar no sólo la selección de nuestro país sino también las de los demás países, en función de la pertenencia de esos países a estructuras supranacionales comunes. Por ejemplo, belgas y franceses deberían haberse apoyado mutuamente… agitando juntos banderas de la Unión Europea. Pero ningún aficionado se comportó así, lo cual nos permite comprobar el abismo que existe entre la propaganda que nos remachan constantemente –y que nosotros mismos repetimos– y nuestro comportamiento espontáneo. A pesar de las apariencias, la victoria superficial del globalismo no ha modificado lo que en realidad seguimos siendo.
Por supuesto, no es casualidad que sea Siria, la tierra donde nació y tomó forma la idea de lo que hoy llamamos “Estado”, el lugar donde ahora termina esta guerra. Porque tenían y tienen un Estado verdadero, que nunca dejó de funcionar, Siria, su pueblo, su ejército y su presidente lograron resistir el embate de la mayor coalición que se ha visto en la Historia, en la que se reunieron 114 países miembros de la ONU.
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